afincados en el Atlántico

Cuando en mayo del 2019 cruzamos desde Bermudas a Azores con L’Alliance, aterrizamos en la isla de Flores. Esta isla es una pequeña joya de la naturaleza plantada en el centro del Atlántico Norte, equidistante tanto de Portugal como de Canarias, y aunque parezca mentira, también de Canadá. Es muy verde, pues tiene abundancia de agua, lagos y cascadas. Como todas las Azores es de origen volcánico, pero a diferencia de las demás islas, Flores se encuentra sobre la placa tectónica norteamericana, y sus volcanes están totalmente extintos. Tiene la menor densidad de población de todo el archipiélago, y por lo tanto es la menos urbanizada. Pero más allá de los increíbles paisajes y de las maravillas naturales que llevaron la UNESCO a declararla “reserva de la biosfera”, nos fascinó conocer a la pequeña comunidad multicultural que vivía allí: ex navegantes gabachos, gringos, sudafricanos, hippies de tierra y de mar, gente de todas las edades que de una manera u otra eligieron esta isla como hogar, y trocaron el trimado de las velas por el arado de los campos o el ordeño de las cabras, u otra actividad ciertamente menos bucólica pero infinitamente más rentable… el alquiler vacacional (al fin y al cabo de algo hay que vivir). En una semana ya habíamos conocido a toda esa peña, y soltamos amarras con la certeza de que algún día volveríamos, posiblemente tras muchos más viajes por mar, y acabaríamos nosotros también poniendo raíces en Flores.

Mientras tanto se acercaba un momento de transición importante en mi vida: en junio vendíamos L’Alliance y nos preparábamos para el nacimiento de Morgan, previsto para septiembre.

Antes mismo de vender el barco con el que había dado la vuelta del Atlántico Norte, ya estaba soñando con un nuevo barco, un velero de aluminio con el que reanudar los viajes por mar una vez que nuestro hijo ya no fuera tan bebé. Dio la casualidad de que el arquitecto naval Luc Bouvet (el que diseñó Tara) me aconsejara, en un intercambio de e-mails, un curso de Jean-Marc Jaconvici sobre energía, que se puede ver integralmente online (8 clases de 2h y media cada una!). Ese curso fue para mi un hito, que desvió mi interés por los barcos hacia algo más trascendental: si desde la adolesciencia había cultivado inquietudes acerca de los devastadores efectos de la actividad humana sobre el planeta, y últimamente había apreciado lecturas como los ensayos de José Ardillo, desde agosto del año pasado mis ideas libertarias y ecologistas se enriquecían de una nueva dimensión, un nuevo eje: la interpretación de toda la actividad humana en clave energética.

De repente tomaba conciencia de las dinámicas implícitas a la economía mundial, y su dependencia insoslayable de los combustibles fósiles…. La relación de proporcionalidad directa entre producción de crudo y PIB. La profundidad con la cual los derivados del petroleo han permeado nuestra vida, al punto de que alimentación, transporte, higiene, vivienda y substancialmente todo lo que necesitamos depende de los hidrocarburos. Que las energías renovables fueron aprovechadas por la humanidad durante milenios, y abandonadas frente a la lujuria energética proporcionada por el carbón y el oro negro (así desapareció, por ejemplo, la tradicional marina a vela). Que las renovables actuales, creadas por cierto de manera no renovable, no han sustituido ni en mínima parte la producción termoeléctrica, sino que se han simplemente sumado a ella para satisfacer la continua pujanza de la demanda. Que el crecimiento sostenible es un oxímoron. Que estos dos siglos y poco de abundancia y despilfarro energético, una ridiculez en términos históricos y aún más en términos geológicos, han alterado la biosfera en manera suicida e irreversible, dando pie a la sexta extinción masiva de especies animales y vegetales, y a la famosa crisis climática que marca el fin del Holoceno y el comienzo del Antropoceno.

Mientras Marina estaba a pocas semanas de dar a luz, yo no paraba de hablarle de estas clases y sus inquietantes implicaciones. El curso de Jaconvici me esclareció verdades que intuía desde siempre, pero que nunca me había parado a estudiar. Y sirvió de acicate para ponerme a profundizar estas temáticas y llegar, a través de otros muchos autores, a conectar las distintas piezas del puzzle hasta a obtener el panorama completo. Un panorama bastante desolador, mucho peor de lo esperado…

Empecé por el imprescindible “The Limits to Growth”, el informe de un grupo internacional de investigadores que, en 1972, utilizaron por primera vez un ordenador y un complejo diagrama de dinámica de sistemas para calcular hasta donde podía alcanzar el crecimiento exponencial de la especie humana y sus consumos: en el escenario más realista, el colapso de la sociedad termo-industial era previsto para la década actual, entre 2020 y 2030. O sea que hace medio siglo que los científicos nos venían alertando…

Me sumergí en los trabajos de analistas franceses como Pablo Servigne, o el astrofísico Aurélien Barrau. Me apunté al grupo de reflexión y debate de Extinction Rebellion Barcelona, y gracias a ellos descubrí grandes estudiosos ibéricos como el investigador del CSIC Antonio Turiel, el filósofo Jorge Riechman, el profesor Carlos Taibo, el divulgador Ferran Puig Vilar, y la mítica Yayo Herrero. Acabé suscribiéndome a la revista 15/15\15, y a la trimestral Yggdrasil. También estudié autores anglosajones como el difunto David Fleming o Jem Bendell, gurus de la resiliencia y de la adaptación profunda al colapso.

Porque es de colapso que estamos hablando, por si todavía no os quedaba claro: todos estos pensadores lo asumen, la información está allí, hay datos de sobra, es cuestión de acatar la realidad, o seguir mirando hacia otro lado. Nadie puede saber si será una lenta agonía o un súbito apagón, ni mucho menos si será tal año o tal otro. Pero el lujo energético y extractivista en el que vivimos es insostenible y está llegando a su fin, pues es imposible un crecimiento infinito en un mundo limitado. Tarde o temprano tiene que acabar, al igual que si tiramos una pelota al aire podrá caer aquí o allá, pero caer caerá: por mucho que quisiéramos, no seguirá volando cada vez más arriba. Y no hace falta una licenciatura en economía para saber que el paradigma capitalista exige un crecimiento perpetuo, pues sin una perspectiva de lucro la compleja maquinaria quiebra y se desmorona. (Si os interesa profundizar el tema, en mi muro de feisbuc hay una plétora de links a artículos divulgativos publicados en el último año y medio…)

Mientras iba digiriendo todas estas consideraciones, y elaborando mi luto por el inminente fin de la sociedad disfuncional en la que estamos acostumbrados a vivir, me iba replanteando algunas creencias comúnmente aceptadas: por ejemplo, de que tener un piso en Barcelona es una seguridad para toda la vida y una inversión lógica para dejar algo en herencia a tu prole. Si las ciudades son lo menos sostenible de una sociedad ya de por sí insostenible, para qué quiero yo mi piso en un Poblesec gentrificado y deshumanizado? Te imaginas el caos de una ciudad hambrienta, sin agua y sin electricidad durante tan solo tres días? Yo no lo quiero ni pensar. Por lo tanto empecé a acariciar la idea de vender ese piso… Pero la familia y los amigos me tomaban por loco, y no entendían mi ansia. Hasta que un día, mientras estaba trabajando como cada año al montaje del Mobile Word Congress, el evento entero fue anulado en razón de un virus que por aquel entonces no había ni siquiera llegado a España. Los trabajadores del sector no lo podíamos creer. La anulación del MWC, una feria que cada año mueve unos 500 millones de euros, era algo totalmente impensable hasta que aconteció. Para mi fue más claro que una señal del cielo: era el comienzo del fin, la primera avería en la maquinaria macroeconómica… nada volvería a ser como antes. Y ese mismo día me apresuré a poner el piso a la venta.

Tuve la suerte de venderlo con relativa facilidad, y firmé ante notario en pleno confinamiento. Porque mientras tanto se había declarado la pandemia, y estábamos todos encerrados en casa, contemplando como un virus relativamente poco letal desencadenaba el comienzo de la crisis sistémica que de todas formas estaba al caer. Nosotros, en casa de Marina, hicimos una pequeña huerta en la terraza y nos dimos cuenta de que era bastante más agradable y humano pasar las jornadas jugando con nuestro hijo de 6 meses en lugar de trabajar 12h al día en la Fira. Pero también tuvimos tiempo de reflexionar sobre como encarar nuestro futuro.

Mi blog favorito era sin duda el de Antonio Turiel: fue en uno de sus artículos que leímos el concepto de “vida B”, o sea una existencia resiliente, que apunta a emanciparse de los combustibles fósiles, en un entorno comunitario de entre-ayuda que garantice las necesidades de las personas a escala local, revalorizando el tiempo libre para actividades sociales que proporcionen felicidad y satisfacción sin abusar de los recursos que nos ofrece la Naturaleza. La vida B, es el opuesto de la vida A, nuestro día a día atomizado, hecho de productividad y consumo, de relaciones virtuales y apresuradas, de usar y tirar. La única verdadera transición energética no será un campo de eólicas, como nos pretenden vender, sino una transición individual y colectiva desde la vida A a la vida B. Cabe destacar que el concepto de vida B no es nada extraño a quienes hemos practicado la autogestión y la autoconstrucción durante años, a los que siempre hemos criticado la economía mercantil y las instituciones, tratando de quedarnos al margen en la medida de lo posible. De hecho, por mucho que me haya aburguesado con la edad, mi “vida A” de autónomo en el sector de los audiovisuales siempre ha sido a tiempo parcial, pues la mitad del año, cuando no estaba involucrado en algún proyecto alternativo, buscaba en el mar mi dosis de emancipación y el salitre de la libertad.

En abril 2020, en cambio, me encontraba encerrado en un piso del Clot, en el medio de una pandemia, con todo eso del colapso en la cabeza, sin barco y sin casa, pero con un hijo que nunca me hubiera planteado tener, y una cuenta Triodos con más dinero de lo que nunca hubiera imaginado ahorrar en mi vida. Evidentemente volví a pensar en Flores. También seguía pensando en un nuevo barco, en realidad: el resplandeciente barco de mis sueños, un casco de aluminio planante, una mayor full batten sobre rodamientos y con rizos automáticos… pero antes que nada había que volver a Flores. Volver a la idílica isla para ver si aguantaríamos un invierno lluvioso, aunque templado. Y sobretodo para averiguar si ese variegado rejunte de neorrurales que habíamos conocido podría constituir la base de una comunidad resiliente, capaz de trabajar conjuntamente hacia una relativa autosuficiencia, compartiendo recursos y conocimientos, sin perder el rumbo hacia el placer, la plenitud, el bienestar del individuo y grupal.

A eso fuimos, y sin duda fue un gran acierto. En apenas tres meses, hemos tenido más vida social que en Barna los últimos cinco años: bailamos y hacemos yoga cada semana, estamos aprendiendo un montón sobre plantas autóctonas y cultivos. Aquí la peña produce jabones, quesos, mantequilla, yogurt, helados, mermeladas, zumos y conservas. La tierra es fértil, la pesca es fácil, y hay una plaga de conejos salvajes por si a uno le da por jugar al cazador.

Compré mi primera motosierra. Planté mi primer árbol. Cuidamos de nuestras primeras dos gallinas. Morgan se pasa el día con otros niños, y tiene hasta una “abuela adoptiva”. El día de mañana, si quisiéramos, le podríamos llevar a la guardería o a la escuela del pueblo. Aquí no han habido casos de COVID, y mucho mejor así, porque de todas formas tampoco hay ningún hospital propiamente dicho.

Todo es novedoso para mi, estoy aprendiendo otro idioma y vivo en una especie de euforia constante como el año que llegué a Barcelona. Con unos colegas, estamos hasta rescatando el antiguo Clube Naval, restaurando la flotilla de Optimist, Laser, Requero y Obicat que estaba allí muerta de risas.

Y sobretodo, tras dos meses de intensa búsqueda, estamos por fin comprando la casa de nuestra vida B, orientada al Sur, con mil metros de tierra y, por supuesto, vistas al mar.

¿Es el final de mis aventuras náuticas? Espero que no; ciertamente es el comienzo de una vida más cercana a la Naturaleza respecto a la que llevaba en Barcelona. Sin embargo la vida B no implica que todo el mundo haya de meterse a cultivar para ser autosuficiente… Hay muchas otras actividades que serán de gran utilidad, y un barco de vela seguirá siendo un buen recurso en una sociedad post combustibles fósiles, sobretodo para gente afincada en el medio del océano.

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