Ya comenté la existencia de un Clube Naval en la isla de Flores, gestionado entre colegas, aunque no de manera exactamente horizontal… El invierno pasado, estuvimos quedando cada sábado por la tarde para restaurar uno de los dos botes tradicionales belleneros de los que el Clube es responsable; este verano, en cambio, pudimos finalmente salir a navegar con este bonito barco de madera. Tiene una gran vela cangreja y un pequeño foque, el palo es abatible y tiene 6 grandes remos para avanzar contraviento o ser maniobrantes en las cercanías de la pobre ballena, pero su característica más peculiar es la ausencia de cualquier plano antideriva y de lastre. Eso se debía probablemente a las necesidades de la caza a los cetáceos, sin embargo constituye un interesante limitación a la hora de navegar a vela, pues toda la tripulación (generalmente 7 personas) debe de ponerse a la contraescora para mantener el barco en equilibrio, y en los bordos de ceñida, evidentemente, no se consigue ganar mucho barlovento. Normalmente salíamos cada sábado por la tarde, para familiarizarnos con la simples maniobras de a bordo, y al final de la temporada dimos la tradicional vuelta de la isla, que debido a los vientos variables duró casi de sol a sol, y nos vió singlando algunos tramos a remolque de una lancha.
Además de estas salidas old school, también aproveché la primavera para rearmar un viejo Raquero que estaba por allí tirado en un rincón del Clube, y durante algunas semanas estuve dando clases de iniciación a la vela a bordo de ese versátil soporte. Fue todo un revival de mis tiempos con Les Glénans, salvo que esta vez hubo además la complicación de la lengua, ya que mi portugués es todavía muy rudimentario…
En todo esto el pequeño Morgan, que todavía no ha cumplido los dos años, se queda en tierra con su mamá: lamentablemente ha desarrollado una inexplicable pasión por las motos, mientras de momento no demuestra el mínimo interés por el mar. Eso no quita que ahora, cada vez que ve un velero, ya sea en vivo o dibujado, dice “papá”.