Ya comenté la existencia de un Clube Naval en la isla de Flores, gestionado entre colegas, aunque no de manera exactamente horizontal… El invierno pasado, estuvimos quedando cada sábado por la tarde para restaurar uno de los dos botes tradicionales belleneros de los que el Clube es responsable; este verano, en cambio, pudimos finalmente salir a navegar con este bonito barco de madera. Tiene una gran vela cangreja y un pequeño foque, el palo es abatible y tiene 6 grandes remos para avanzar contraviento o ser maniobrantes en las cercanías de la pobre ballena, pero su característica más peculiar es la ausencia de cualquier plano antideriva y de lastre. Eso se debía probablemente a las necesidades de la caza a los cetáceos, sin embargo constituye un interesante limitación a la hora de navegar a vela, pues toda la tripulación (generalmente 7 personas) debe de ponerse a la contraescora para mantener el barco en equilibrio, y en los bordos de ceñida, evidentemente, no se consigue ganar mucho barlovento. Normalmente salíamos cada sábado por la tarde, para familiarizarnos con la simples maniobras de a bordo, y al final de la temporada dimos la tradicional vuelta de la isla, que debido a los vientos variables duró casi de sol a sol, y nos vió singlando algunos tramos a remolque de una lancha.
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Además de estas salidas old school, también aproveché la primavera para rearmar un viejo Raquero que estaba por allí tirado en un rincón del Clube, y durante algunas semanas estuve dando clases de iniciación a la vela a bordo de ese versátil soporte. Fue todo un revival de mis tiempos con Les Glénans, salvo que esta vez hubo además la complicación de la lengua, ya que mi portugués es todavía muy rudimentario…
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En todo esto el pequeño Morgan, que todavía no ha cumplido los dos años, se queda en tierra con su mamá: lamentablemente ha desarrollado una inexplicable pasión por las motos, mientras de momento no demuestra el mínimo interés por el mar. Eso no quita que ahora, cada vez que ve un velero, ya sea en vivo o dibujado, dice “papá”.
Gracias a la atrevida decisión de mi amado socio (anti)capitalista, que abrazó el proyecto corriendo con la mitad de los gastos, se acababan de alinear los astros para la realización de un viejo sueño: nuestro nuevo barco sería finalmente un barco nuevo. Después de tantas rutas a cuatro nudos, de tantas velas recicladas en las basuras de los puertos, de tantas escalas dedicadas exclusivamente a reparaciones, y tras la experiencia de 6 años de duro trabajo para resuscitar a l’Alliance, por fin se asoma al horizonte un 40 pies de luciente aluminio, diseñado para ser nuestro barco ideal. No voy a adelantar detalles, pues para eso ya habrá tiempo cuando el barco esté terminado, probablemente de aquí a tres años. Además con la conjuntura global de caos sanitario, contracción económica y agotamiento de las materias primas, este proyecto podría sufrir retrasos y sobrecostes, con lo cual no pienso dar nada por asumido hasta verle realmente a flote. Justo remarcar que había estado en contacto con ese astillero desde el 2018, acariciando el sueño de un barco custom sin saber realmente con cuales recursos permitírmelo, y que tras decenas o incluso centenares de e-mails para determinar los detalles de la construcción, el 29 de abril 2021 firmamos un contracto para la realización del casco, justo un par de días antes de mi cumpleaños número cuarenta y dos. El plan es que cuando los trabajos de soldadura estén ultimados, iré a ocuparme personalmente de las instalaciones…
Al mismo tiempo, tras ocho meses en Flores, organizamos un viaje a Barcelona para ver a familiares y amigos, recuperar mis herramientas y empezar la complicada mudanza hacia nuestro nuevo hogar isleño. Durante la escala de 24h en Faial, no pudimos evitar de ir a cotillear por el puerto, un lugar emblemático donde recalan casi todos los veleros que cruzan el Atlántico hacia €uropa.
Aunque la marina de Horta ya me era familiar por haber estado allí varias semanas con l’Alliance, se me hacía raro curiosear por los muelles habiendo llegado en avión. Sin embargo no tardamos en entablar amistad con un simpático skipper azoriano, André, y su compañera Rita, que estaban preparando el barco para la temporada de charter (https://sailzen.net/). Su bonito velero de aluminio es un one-off construido para un armador suizo que cuidó hasta al último detalle, y estuvo navegando con él durante media vida. Cuando falleció, el barco se encontraba en el marina de Horta, y André tuvo la suerte de poderlo comprar a los herederos por un precio muy conveniente.
Amarrado a pocos metros de allí, estaba otro impresionante one-off de aluminio (ahora solo tengo ojos para este tipo de barcos! jajaja): un auténtico tanque de guerra de los mares, el Kiwi Roa. André me contó que el hombre que vive a bordo se llama Peter Smith, ha construido con sus propias manos ese barco hace ya casi 30 años, y desde entonces no para de navegar en solitario por todas las latitudes. Con 72 tacos, acaba de pegarse el pasaje del NW de Oeste a Este, y es el único barco en haberlo conseguido este año. Por asomo, ese lobo de mar neozelandés es nada menos que el inventor/diseñador de las anclas Rocna!! Lamentablemente Peter no estaba “en casa”, así que perdimos la ocasión de conocernos en persona. Pero André sacó una foto de la Rocna que llevo tatuada, diciendo que al hombre le haría mucha ilusión verlo.
Una semana después, estaba en Barcelona festejando mi cumple con la familia en un restaurante vegetariano, y me suena el móvil. Pensaba que sería una de las llamadas rituales de felicitaciones qe suelen caer ese día, pero me hablan en inglés… Es Peter! Me cuenta que André le ha enseñado la foto de mi tatuaje, y quería conocerme aunque sea por teléfono. Sabiendo que me voy a construir un nuevo barco, me quiere poner en contacto con el fabricante de Rocna para que me haga un descuento del 50%! Eso sí que fue un regalazo de cumpleaños, no tanto por la oferta, sino la llamada en sí, una sorpresa absolutamente inesperada. Además el distribuidor de Rocna para toda la península ibérica estaba justamente por Barcelona, y como André también se sumó a la compra, fui a buscar las 2 anclas personalmente, ahorrándole los onerosos gastos de envío hasta a las Azores. Toda esa anecdota, al fin y al cabo, es un ejemplo más de ayuda mutua entre navegantes, espontánea y sin fronteras.
Cuando en mayo del 2019 cruzamos desde Bermudas a Azores con L’Alliance, aterrizamos en la isla de Flores. Esta isla es una pequeña joya de la naturaleza plantada en el centro del Atlántico Norte, equidistante tanto de Portugal como de Canarias, y aunque parezca mentira, también de Canadá. Es muy verde, pues tiene abundancia de agua, lagos y cascadas. Como todas las Azores es de origen volcánico, pero a diferencia de las demás islas, Flores se encuentra sobre la placa tectónica norteamericana, y sus volcanes están totalmente extintos. Tiene la menor densidad de población de todo el archipiélago, y por lo tanto es la menos urbanizada. Pero más allá de los increíbles paisajes y de las maravillas naturales que llevaron la UNESCO a declararla “reserva de la biosfera”, nos fascinó conocer a la pequeña comunidad multicultural que vivía allí: ex navegantes gabachos, gringos, sudafricanos, hippies de tierra y de mar, gente de todas las edades que de una manera u otra eligieron esta isla como hogar, y trocaron el trimado de las velas por el arado de los campos o el ordeño de las cabras, u otra actividad ciertamente menos bucólica pero infinitamente más rentable… el alquiler vacacional (al fin y al cabo de algo hay que vivir). En una semana ya habíamos conocido a toda esa peña, y soltamos amarras con la certeza de que algún día volveríamos, posiblemente tras muchos más viajes por mar, y acabaríamos nosotros también poniendo raíces en Flores.
Mientras tanto se acercaba un momento de transición importante en mi vida: en junio vendíamos L’Alliance y nos preparábamos para el nacimiento de Morgan, previsto para septiembre.
Antes mismo de vender el barco con el que había dado la vuelta del Atlántico Norte, ya estaba soñando con un nuevo barco, un velero de aluminio con el que reanudar los viajes por mar una vez que nuestro hijo ya no fuera tan bebé. Dio la casualidad de que el arquitecto naval Luc Bouvet (el que diseñó Tara) me aconsejara, en un intercambio de e-mails, un curso de Jean-Marc Jaconvici sobre energía, que se puede ver integralmente online (8 clases de 2h y media cada una!). Ese curso fue para mi un hito, que desvió mi interés por los barcos hacia algo más trascendental: si desde la adolesciencia había cultivado inquietudes acerca de los devastadores efectos de la actividad humana sobre el planeta, y últimamente había apreciado lecturas como los ensayos de José Ardillo, desde agosto del año pasado mis ideas libertarias y ecologistas se enriquecían de una nueva dimensión, un nuevo eje: la interpretación de toda la actividad humana en clave energética.
De repente tomaba conciencia de las dinámicas implícitas a la economía mundial, y su dependencia insoslayable de los combustibles fósiles…. La relación de proporcionalidad directa entre producción de crudo y PIB. La profundidad con la cual los derivados del petroleo han permeado nuestra vida, al punto de que alimentación, transporte, higiene, vivienda y substancialmente todo lo que necesitamos depende de los hidrocarburos. Que las energías renovables fueron aprovechadas por la humanidad durante milenios, y abandonadas frente a la lujuria energética proporcionada por el carbón y el oro negro (así desapareció, por ejemplo, la tradicional marina a vela). Que las renovables actuales, creadas por cierto de manera no renovable, no han sustituido ni en mínima parte la producción termoeléctrica, sino que se han simplemente sumado a ella para satisfacer la continua pujanza de la demanda. Que el crecimiento sostenible es un oxímoron. Que estos dos siglos y poco de abundancia y despilfarro energético, una ridiculez en términos históricos y aún más en términos geológicos, han alterado la biosfera en manera suicida e irreversible, dando pie a la sexta extinción masiva de especies animales y vegetales, y a la famosa crisis climática que marca el fin del Holoceno y el comienzo del Antropoceno.
Mientras Marina estaba a pocas semanas de dar a luz, yo no paraba de hablarle de estas clases y sus inquietantes implicaciones. El curso de Jaconvici me esclareció verdades que intuía desde siempre, pero que nunca me había parado a estudiar. Y sirvió de acicate para ponerme a profundizar estas temáticas y llegar, a través de otros muchos autores, a conectar las distintas piezas del puzzle hasta a obtener el panorama completo. Un panorama bastante desolador, mucho peor de lo esperado…
Empecé por el imprescindible “The Limits to Growth”, el informe de un grupo internacional de investigadores que, en 1972, utilizaron por primera vez un ordenador y un complejo diagrama de dinámica de sistemas para calcular hasta donde podía alcanzar el crecimiento exponencial de la especie humana y sus consumos: en el escenario más realista, el colapso de la sociedad termo-industial era previsto para la década actual, entre 2020 y 2030. O sea que hace medio siglo que los científicos nos venían alertando…
Porque es de colapso que estamos hablando, por si todavía no os quedaba claro: todos estos pensadores lo asumen, la información está allí, hay datos de sobra, es cuestión de acatar la realidad, o seguir mirando hacia otro lado. Nadie puede saber si será una lenta agonía o un súbito apagón, ni mucho menos si será tal año o tal otro. Pero el lujo energético y extractivista en el que vivimos es insostenible y está llegando a su fin, pues es imposible un crecimiento infinito en un mundo limitado. Tarde o temprano tiene que acabar, al igual que si tiramos una pelota al aire podrá caer aquí o allá, pero caer caerá: por mucho que quisiéramos, no seguirá volando cada vez más arriba. Y no hace falta una licenciatura en economía para saber que el paradigma capitalista exige un crecimiento perpetuo, pues sin una perspectiva de lucro la compleja maquinaria quiebra y se desmorona. (Si os interesa profundizar el tema, en mi muro de feisbuc hay una plétora de links a artículos divulgativos publicados en el último año y medio…)
Mientras iba digiriendo todas estas consideraciones, y elaborando mi luto por el inminente fin de la sociedad disfuncional en la que estamos acostumbrados a vivir, me iba replanteando algunas creencias comúnmente aceptadas: por ejemplo, de que tener un piso en Barcelona es una seguridad para toda la vida y una inversión lógica para dejar algo en herencia a tu prole. Si las ciudades son lo menos sostenible de una sociedad ya de por sí insostenible, para qué quiero yo mi piso en un Poblesec gentrificado y deshumanizado? Te imaginas el caos de una ciudad hambrienta, sin agua y sin electricidad durante tan solo tres días? Yo no lo quiero ni pensar. Por lo tanto empecé a acariciar la idea de vender ese piso… Pero la familia y los amigos me tomaban por loco, y no entendían mi ansia. Hasta que un día, mientras estaba trabajando como cada año al montaje del Mobile Word Congress, el evento entero fue anulado en razón de un virus que por aquel entonces no había ni siquiera llegado a España. Los trabajadores del sector no lo podíamos creer. La anulación del MWC, una feria que cada año mueve unos 500 millones de euros, era algo totalmente impensable hasta que aconteció. Para mi fue más claro que una señal del cielo: era el comienzo del fin, la primera avería en la maquinaria macroeconómica… nada volvería a ser como antes. Y ese mismo día me apresuré a poner el piso a la venta.
Tuve la suerte de venderlo con relativa facilidad, y firmé ante notario en pleno confinamiento. Porque mientras tanto se había declarado la pandemia, y estábamos todos encerrados en casa, contemplando como un virus relativamente poco letal desencadenaba el comienzo de la crisis sistémica que de todas formas estaba al caer. Nosotros, en casa de Marina, hicimos una pequeña huerta en la terraza y nos dimos cuenta de que era bastante más agradable y humano pasar las jornadas jugando con nuestro hijo de 6 meses en lugar de trabajar 12h al día en la Fira. Pero también tuvimos tiempo de reflexionar sobre como encarar nuestro futuro.
Mi blog favorito era sin duda el de Antonio Turiel: fue en uno de sus artículos que leímos el concepto de “vida B”, o sea una existencia resiliente, que apunta a emanciparse de los combustibles fósiles, en un entorno comunitario de entre-ayuda que garantice las necesidades de las personas a escala local, revalorizando el tiempo libre para actividades sociales que proporcionen felicidad y satisfacción sin abusar de los recursos que nos ofrece la Naturaleza. La vida B, es el opuesto de la vida A, nuestro día a día atomizado, hecho de productividad y consumo, de relaciones virtuales y apresuradas, de usar y tirar. La única verdadera transición energética no será un campo de eólicas, como nos pretenden vender, sino una transición individual y colectiva desde la vida A a la vida B. Cabe destacar que el concepto de vida B no es nada extraño a quienes hemos practicado la autogestión y la autoconstrucción durante años, a los que siempre hemos criticado la economía mercantil y las instituciones, tratando de quedarnos al margen en la medida de lo posible. De hecho, por mucho que me haya aburguesado con la edad, mi “vida A” de autónomo en el sector de los audiovisuales siempre ha sido a tiempo parcial, pues la mitad del año, cuando no estaba involucrado en algún proyecto alternativo, buscaba en el mar mi dosis de emancipación y el salitre de la libertad.
En abril 2020, en cambio, me encontraba encerrado en un piso del Clot, en el medio de una pandemia, con todo eso del colapso en la cabeza, sin barco y sin casa, pero con un hijo que nunca me hubiera planteado tener, y una cuenta Triodos con más dinero de lo que nunca hubiera imaginado ahorrar en mi vida. Evidentemente volví a pensar en Flores. También seguía pensando en un nuevo barco, en realidad: el resplandeciente barco de mis sueños, un casco de aluminio planante, una mayor full batten sobre rodamientos y con rizos automáticos… pero antes que nada había que volver a Flores. Volver a la idílica isla para ver si aguantaríamos un invierno lluvioso, aunque templado. Y sobretodo para averiguar si ese variegado rejunte de neorrurales que habíamos conocido podría constituir la base de una comunidad resiliente, capaz de trabajar conjuntamente hacia una relativa autosuficiencia, compartiendo recursos y conocimientos, sin perder el rumbo hacia el placer, la plenitud, el bienestar del individuo y grupal.
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A eso fuimos, y sin duda fue un gran acierto. En apenas tres meses, hemos tenido más vida social que en Barna los últimos cinco años: bailamos y hacemos yoga cada semana, estamos aprendiendo un montón sobre plantas autóctonas y cultivos. Aquí la peña produce jabones, quesos, mantequilla, yogurt, helados, mermeladas, zumos y conservas. La tierra es fértil, la pesca es fácil, y hay una plaga de conejos salvajes por si a uno le da por jugar al cazador.
Compré mi primera motosierra. Planté mi primer árbol. Cuidamos de nuestras primeras dos gallinas. Morgan se pasa el día con otros niños, y tiene hasta una “abuela adoptiva”. El día de mañana, si quisiéramos, le podríamos llevar a la guardería o a la escuela del pueblo. Aquí no han habido casos de COVID, y mucho mejor así, porque de todas formas tampoco hay ningún hospital propiamente dicho.
Todo es novedoso para mi, estoy aprendiendo otro idioma y vivo en una especie de euforia constante como el año que llegué a Barcelona. Con unos colegas, estamos hasta rescatando el antiguo Clube Naval, restaurando la flotilla de Optimist, Laser, Requero y Obicat que estaba allí muerta de risas.
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Y sobretodo, tras dos meses de intensa búsqueda, estamos por fin comprando la casa de nuestra vida B, orientada al Sur, con mil metros de tierra y, por supuesto, vistas al mar.
¿Es el final de mis aventuras náuticas? Espero que no; ciertamente es el comienzo de una vida más cercana a la Naturaleza respecto a la que llevaba en Barcelona. Sin embargo la vida B no implica que todo el mundo haya de meterse a cultivar para ser autosuficiente… Hay muchas otras actividades que serán de gran utilidad, y un barco de vela seguirá siendo un buen recurso en una sociedad post combustibles fósiles, sobretodo para gente afincada en el medio del océano.
Semana de vacaciones magníficas, a bordo del Zero, con nuestro colega Gilles y su tripulación… Siempre es un placer navegar con este maravelloso velero, y compartir el día a día con gente tan maja. Además, Morgan se la pasó teta desde el principio hasta al final de esta semanita que se nos pasó volando: zarpamos de Tolón y volvimos a Hyères, tras una serie de fondeos por las islas de en frente (Île du Levant, Île de port Cros, y Porquerolles…) Tiempo soleado y tranquilo como ha de esperarse en verano por el mediterraneo… el viento justo y necesario para acompañarnos cada día en relajadísimas navegaciones. El arquitecto Peter Gallinelli ha realmente logrado diseñar un barco de 20 toneladas que se mueve a vela incluso con pocos nudos de brisa… olè olè!
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(Singladura de esta semanita de fondeo en fondeo, 125 millas)
El 22 de septiembre 2019 nació el hijo que nunca hubiera imaginado tener. Se llama Morgan, y desde pequeño tendrá la oportunidad de navegar, nadar, y relacionarse con el mar. Creciendo sabrá si quiere seguir la ruta de sus padres, o si prefiere quedarse en tierra firme… será su elección, pero al menos habrá tenido esa oportunidad. De hecho podría presumir de alguna pequeña navegación oceánica estando todavía en la barriga de su madre…
En fin, a la semana de salir del hospital, Morgan me acompañó a saludar a la tripulación del Tara, que justo estaba de paso por Barcelona cinco años después de su anterior visita… O sea que el primer barco al que se subió el pequeño chupateta fue nada menos que la mítica goeleta científica diseñada por Luc Buovet y Olivier Petit! Seguramente es de buen auspicio…
Pero su verdadero bautizo de la vela fue una espléndida jornada de febrero, cuando salimos a disfrutar de la brisa a bordo del Pharos de Dany e Susana. Con a penas 5 meses, Morgan disfrutó mucho de sus primeros bordos, y como se puede apreciar en la foto de arriba, desempeñó con esmero el puesto de timonel…
El 11 de junio 2019, el comprador de L’Alliance llegaba a Horta, el principal puerto deportivo de Azores, en la isla de Faial. Ya nos había dejado una paga y señal en Panamá, pero ahora se trataba del paso decisivo para confirmar la transacción, ya que esta vez venía acompañado por su mujer, que todavía no había visitado el barco, y cuya opinión iba a ser decisiva.
Por eso yo y Marina habíamos pasado todas las mañanas, durante las dos semanas que duraron nuestras “vacaciones” en Velas (isla de Sao Jorge) a dar un profundo lavado de cara al barco, impregnando de aceite la teca, quitando con ácido las manchas de óxido, limpiando todo el barco desde las sentinas hasta a las crucetas, e incluso enmasillando y pintando detalles que se habían quedado inacabados desde la reconstrucción. Y nuestros esfuerzos, efectivamente, fueron premiados.
Concluso el trato, ya solo me quedaba llevar el velero a Lisboa, junto con los nuevos propietarios, y un par de tripulantes más. Entre ellos, en realidad, nadie tenía la más mínima experiencia de navegación oceánica, pero yo estaba inocentemente convencido que ese último pasaje sería coser y cantar. Recién llegaba de cruzar el mar del Caribe primero, y el Atlántico Norte después, cumpliendo con la parte más dura de la ruta entre Panamá y Lisboa: si L’Alliance había exitosamente recorrido casi 2.500 millas en los últimos dos meses, las 950 millas restantes me parecían pan comido. Sin embargo, las dos falsas partencias que retrasaron la salida me hecharon en cara que cualquier travesía, aunque parezca corta, necesita una acurada preparación, y nunca hay que tomarla a la ligera.
Los futuros armadores de L’Alliance tenían prisas, y enseguida hicimos las compras para la cambusa y nos consideramos listos para zarpar; pero los primeros tres días el méteo daba vientos contrarios y no pudimos empezar el viaje. Aproveché esta espera para hacer un par de salidas, para que la tripulación empezara a amarinarse y se familiarizara con el barco. En cuanto pudimos, en la cola de una depresión, zarpamos desde Horta rumbo a Lisboa. Con 15 nudos de viento por la aleta, el gennaker nos tiraba a 7 nudos y era un auténtico placer. Para conservar mis energías, me impuse hacer una siesta, pero al rato me desperté notando que había refrescado. De repente habían 24 nudos y me apresuré a enrollar el gennaker, pero mientras estaba en ello, no sé como, el cabo del enrollador del génova se soltó, y de alguna manera el viento empezó a desenrollar la vela. De repente tenía una situación sin antecedentes en la historia de la navegación de recreo: escotas del gennaker y del génova liadas entre ellas, anudadas en el tambor del enrollador; ambas velas, parcialmente enrolladas, flameando y golpeándose mutuamente de manera furiosa. Todo estaba atascado y no había manera de enrollar ninguna de las dos. Tuve que liberar la driza del gennaker, e intentar arriarlo de urgencia: naturalmente se fue al agua, pero lo pude volver a subir a bordo y afirmarlo a cubierta. Luego me ocupé del génova: las sacudidas que daba al estay eran tan fuertes que tuve que cortar las escotas para que se soltara el embolsamiento y se pusiera en bandera. En todo esto el timonel trasluchó un par de veces ocasionando la ruptura de los remaches de la botavara de la mesana, que se quedó suelta y colgando de la vela. Tras enrollar manualmente el génova y atarlo, izé la trinqueta de garruchos, que era la única vela de proa que nos quedaba disponible. También tomé dos rizos a la mayor, ya que el viento no paraba de refrescar, y arrié la mesana antes de que se estropeara.
Entonces pude tomar un respiro, y analizar la situación: con tantos desperfectos, y un tripulante paralizado por el mareo, no tenía sentido seguir rumbo al continente, así que nos pusimos al través para hacer una parada técnica a Terceira. Durante la noche el viento estuvo soplando entre 35 y 40 nudos, y L’Alliance demonstró a sus nuevos dueños que con 3 rizos y trinqueta está en su salsa en un fuerza 8. A las 7 y media de la mañana recalamos en Angra do Heroísmo, donde enseguida aprovechamos la gran esplanada de hormigón para abrir el gennaker y enrollarlo bien. También solucioné el problema del génova y de la mesana. Pero en este muelle industrial, L’Alliance estaba sufriendo muchos golpes y parecía que las defensas explotarían en cualquier momento, así que nos fuimos a fondear a Praia Vitoria, al otro lado de la isla, donde llegamos a las tres de la tarde.
Tras una noche de sueño reparador, con las primeras luces del día zarpamos por segunda vez rumbo a Lisboa… Una vez más parecían las condiciones ideales: quince nudos por la aleta y sol radiante… Pero tampoco iba a durar mucho: esta vez, fue la calma chicha a estropearlo todo. Después de 24 horas de motor, se apoderó de mi esa angustia que acecha a quienes no han estudiado suficientemente antes de un examen, cuando se dan cuenta que no van a aprobar… Reflexioné sobre nuestra situación más en detalle, volviendo a mirar los gribs con un detenimiento que antes no había tenido tiempo de dedicarle, imaginándome las 800 millas que nos quedaban, con el poco viento previsto para la semana. De repente caí en la cuenta que de las provisiones que habíamos hecho casi una semana antes ya no quedaba nada fresco, y lo que había en la cambusa se quedaría corto si tuvieramos que quedarnos durantes días al garete, esperando a que vuelva el viento. Porque tampoco tenía los depósitos llenos, ya que al vender el barco no quería dejárselo con 500€ de diesel de regalo. Lo único que teníamos de sobras era agua dulce, porque eso siempre me lo tomo en serio, pero hasta la bombona de butano se había acabado y solo me quedaba de repuesto una de camping gas.
Me dio un gran bajón: me imaginé en L’Alliance al garete durante días, a 120 millas de la costa portuguesa, comiendo las últimas latas sin ni poderlas calentar… un escenario desolador y vergonzoso. La única solución era recalar también en la isla de Sao Miguel, aunque para llegar al puerto de Ponta Delgada teníamos que alargar nuestra ruta de unas cien millas. Parecía que L’alliance se resistiera a ser vendida, se negara a ponerse en ruta hacia nuestra despedida. Nada más deprimente para alguien que tiene ansia de llegar a su destino, y nada más embarazoso para un patrón que explicarle a su tripulación que se le ha ido la olla, que por las prisas ha actuado sin pensar, y que ahora toca volver atrás. La única nota positiva, durante este tristísimo pasaje, fue el avistamiento de un rorcual. Era la primera vez que veía una ballena, a pesar de que estaba justo a punto de superar el umbral de las 20.000 millas navegadas…
La escala de abastecimiento en Ponta Delgada fue muy productiva, y en una mañana pudimos cargar diesel, butano y comida; también desembarcamos a la mujer del comprador, ya que con tantos retrasos acumulados no le quedaba suficiente tiempo libre para cruzar con nosotros. Dicho sea de paso, nadie lamentó mucho esa baja, y a las 14 horas del 20 de junio L’Alliance zarpaba por tercera vez desde Azores rumbo a Lisboa, aprovechando el paso de otra depresión. Gracias a este viento fresco, pudimos singlar 150 millas las primeras 24h, 140 el segundo día y 100 el tercero, cuando ya el viento iba amainando cada vez más. A partir de allí, como previsto, nos tuvimos que comer muchísimo motor, pero el viaje resultó ameno, con la pesca de un buen atún para variar la dieta, alguna zambullida en el océano, y sobretodo el avistamiento de muchísimos delfines comunes, y otro rorcual. Esta vez, con el mar en calma, el enorme bicho se acercó a unos 30 metros, salió a la superficie varias veces y en alguna ocasión pudimos verle bien, y oír de cerca su poderoso soplo. Incluso llegó a pasar debajo del barco, y fueron momentos de contemplación casi religiosa, escudriñando el horizonte a la espera de otra epifanía cetácea.
Al amanecer del 27 de junio llegamos a las puertas del Tajo. Con la marea montante recorrimos, tierra adentro, las últimas 25 millas del periplo de L’Alliance. Este barco que desde enero del 2011 ha sido mi obsesión, mi pasión, mi maldición. Este velero que tenía que ser mi barco ideal, mi dream ship. Un proyecto de vida que había imaginado muy diversamente de lo que acabó siendo, por una serie de cambios de rumbo inesperados. Una vuelta al mundo atrofiada en una simple vuelta del Atlántico Norte. Años de trabajos desesperantes, de aprendisajes, de satisfacciones.
Y todo corriendo, hasta al último momento, recogiendo mis cosas y preparando la mudanza, sin a penas tiempo para despedirme de mi barco y de todo lo que representa: …para decir con dios a los dos nos sobran los motivos.
El trece de junio 2019 me encontraba fondeado en Horta, Azores, esperando la buena ventana meteo para cruzar hacia Lisboa. Por la mañana, al levantarme, salgo a hacer un pis por la borda (una costumbre que, según qué fondeadero, puede ser considerada impropia; pero yo, que no soy nada formal, la revindico como algo práctico y natural). En eso veo un bergantín de unos 30m de eslora maniobrar para amarrarse, con la ayuda de un par de Zodiac. De primeras, viendo las velas cuadras colgando de las vergas como cortinas, pensé que se trataba de alguna atracción para turistas, la réplica de algún barco pirata cuya jarcia y velamen eran más bien atrezzo escenográfico. Pero al mirar como las semirrígidas de capitanía le empujaban hacia el muelle, empecé a pensar… si no tiene máquinas, no será el Tres Hombres? Entonces me fijé mejor y vi las dos eólicas en la popa, pintadas de negro para disimular, y ya no hubo duda… Es el Tres Hombres!! Por fin me lo cruzo!!
Con la emoción de un niño frente a un parque de atracciones, pillé 50€ y salté al dinghy con la esperancia de poder comprar otra botella del ron más bueno que haya probado nunca. Además me hacía gran ilusión visitar por fin ese mítico velero, el primer buque de transporte Fair Transport (del productor al consumidor sin emisiones de CO2), un proyecto que admiré prácticamente desde sus comienzos, hace diez años.
Cuando llegué, dándoles la bienvenida y reclamando a gran voz una botella de ron, los simpáticos tripulantes estaban subidos a las vergas afirmando las velas con matafiones, y me enderezaron a Remi, el capitán. Este me explicó que el Tres Hombres no transporta botellas de ron como la que compré en Brest, sino barriles de 300 litros de ron de alta gradación y varia proveniencia, unos 7000 litros en total, que serán mezclados y embotellados en Amsterdam para su sucesiva comercialización. Debido a que la mezcla se hace en función de lo que los productores han podido proporcionar, el ron Tres Hombres cada año es diferente y único. Efectivamente, había sido muy ingenuo de mi parte imaginarme pallets de botellas estibados en ese velero: es obvio que 15.000 botellas son mucho más pesadas, voluminosas y frágiles que 23 barriles. Además, de toda la vida, en un bergantín el ron se lleva en barricas! Aún así, me invitaron a pasar a bordo por la noche para compartir unos vasos del ron de su propia reserva, y festejar así su aterrizaje tras 29 días de travesía desde la República Dominicana.
Así fue como me hice colega de toda la poliglota tripulación, y acabé pasando un par de tardes ayudándoles a desempeñar tareas de mantenimiento, y un par de noches cenando y saliendo de fiesta todos juntos, al más propio estilo bucanero. De esta forma tuve ocasión de familiarizarme con el buque (aunque no con la complexidad de su aparejo), y sobretodo enterarme de como se desarrolla la vida a bordo, tanto en puerto como en navegación, y cuales son los límites y las complicaciones de transportar mercadería como la humanidad hizo durante siglos: en un barco sin motor.
Antes que nada hay que decir que el Tres Hombres es un velero muy bonito y muy sólido, extremadamente fiel a lo que eran los buques de transporte de antaño. Sin embargo un casco de madera maciza montado sobre cuadernas, mamparos y estructuras de hierro, junta lo peor de los dos mundos, precisando un mantenimiento incesante: si el metal hace podrir la madera más rápidamente, la madera húmeda facilita la oxidación del acero. Incluso los palos son de acero hasta al primer tamborete, mientras los masteleros son de madera. Las 130 toneladas que desplaza este bicho de 32 metros de eslora, dan fe de su robustez sin compromisos, pero el trabajo y los gastos para su mantenimiento son inmensos. Todo, en un barco así, exige un esfuerzo manual al que los navegantes de hoy en día no estamos acostumbrados… desde el molinete de anclas hasta la jarcia firme, todo es fiel al armamento tradicional, con lo cual para levar anclas manualmente se puede tardar hasta a media hora entre cuatro personas, mientras regular la complicada obencadura, que no tiene tensores de rosca, es una matada que puede durar muchos días. Para no hablar de la jarcia de labor, que se caza a mano, o de la necesidad de trepar al palo para reducir o largar trapo.
A excepción de un generador para alimentar unas bombas de achique de emergencia (que en lugar de diesel quema aceite de girasol) y un fueraborda (habitualmente roto) para el tender, no hay más motores a bordo, ni depósitos de combustible. Es verdad que la cocina funciona con bombonas de butano, en lugar del tradicional fuego de leña, pero faltaría más! La electrónica de a bordo, indispensable para cumplir con las normativas para buques mercantes, es alimentada por dos generadores eólicos y cuatro paneles solares, que sirven también para el modesto alumbrado de LED.
Pero si hasta aquí todo cumplía con lo que me esperaba encontrar, sí que me sorprendí cuando descubrí que este purismo no es solamente estético, sino que se lleva a cabo también en cuanto a métodos de navegación: toda la electrónica donde figuren las coordenadas del barco (GPS, AIS, VHF, etc.) está tapada con una cinta negra, ya que por norma de la casa el posicionamiento se obtiene por estima y se confirma con el sextante. Yo mismo he visto páginas y páginas de cálculos astronómicos, eso sí: los hacen usando una calculadora científica. Además, no hay corredera, sino que cada hora los oficiales lanzan por la borda una botella atada a una rabiza de 24 metros, y cronometran cuanto tarda en tensarse para poder apreciar la velocidad del barco sobre el agua. Vamos, como en las novelas de Patrick O’Brian…
El Tres Hombres está abanderado en las islas Vanuatu, en Polinesia, uno de los pocos países al mundo que permita registrar un buque mercante sin motorización, y también cuyas normativas permitan enrolar tripulación por sueldos ridículos… Porque obviamente, trabajar en el Tres Hombres es algo altamente vocacional, y la nómina es una fracción de lo que correspondería si se tratara de un buque de carga normal. El capitán, por ejemplo, que tiene una enorme responsabilidad (incluso penal, en caso de accidentes) cobra 50€ al día. La cocinera 25, y un marinero 15, siempre y que no sea un voluntario. De hecho, más de la mitad de los tripulantes, no solo no cobra, sino que paga generosas tarifas para poder embarcar: son los “aprendices”.
Los “aprendices” del Tres Hombres son gente de todo tipo, normalmente del norte de Europa, o Gringos, o de algún lugar con cierto poder adquisitivo: pueden ser estudiantes que se toman un año sabático antes de entrar en una universidad, o profesionales que se toman una excedencia para realizar el sueño de su vida, o incluso jubilados en aras de una última aventura. Todos están comprando un sueño, fascinados por la autenticidad de la vida a bordo, entusiasmados por la idea de vivir en primera persona algo que al día de hoy es aparentemente anacrónico, y encantados de colaborar con un proyecto de economía ecológicamente sostenible que sin ellos no sería viable. Todos participan activamente a las guardias, se turnan al timón, conviven con el resto de la tripulación y se les enseña cómo maniobrar las velas: de hecho, siempre que quieran, saldrán de una travesía habiendo aprendido como se gobierna un tall ship de este tipo. Sin embargo, según la edad que tengan y su forma física, no se le puede pedir de trepar a la verga de juanete en el medio de un temporal. Además, su estancia a bordo no suele ser de más de un par de meses, con lo cual se precisa también una tripulación más “profesional” y comprometida, dispuesta a trabajar durante (casi) un año sin parar: los tripulantes propiamente dichos, a menudo peña de proveniencia okupi o alternativa, con estudios específicos de navegación tradicional (los oficiales) y/o con experiencia de vida comunitaria y entornos radicales. Estos últimos, de modales más desinhibidos y vestuario más bien piratesco, con sus eruptos y palabrotas confieren una nota de pintoresca autenticidad a la experiencia de vida a bordo de los “aprendices”, que generalmente desembarcan extasiados por la experiencia.
El Tres Hombres tiene acomodamiento para unas 15 personas (7 profesionales y 8 “aprendices”): en proa hay 8 literas, mientras en popa hay dos “camarotes” de dos, y tres individuales. En el medio, bajo el combés, está estibada la carga. Para embarcar, más vale no tener ni vértigo por subir en lo alto de los masteleros, ni claustrofobia al bajar en las angostas literas.
La tripulación que conocí yo, multicultural como en un auténtico buque pirata, estaba constituida por el capitán (Remi, francés), un primer oficial (Duarte, portugués de Azores), una segunda oficial (René, holandesa), una contramaestre (en este caso la compañera de Remi, así se ahorra una litera y cabe un aprendiz más…), una cocinera (naturalmente italiana, Giulia) y dos jóvenes marineros (uno francés afincado en Canarias, el otro australiano). El idioma oficial de a bordo es el inglés, pero en los tiempos de descanso se escucha hablar de todo… En navegación, a excepción de la cocinera y el capitán, todos los demás se dividen en dos grupos que se alternan en guardias de cuatro horas: un grupo bajo la responsabilidad de Duarte, el otro bajo la responsabilidad de René. De esta forma, en cada momento de las 24 horas hay suficiente marinería despierta en caso haya que hacer cualquier maniobra. Hasta el desayuno, la comida y la cena se sirven por separado, en dos tandas; también porque, por mucho que se aprieten, no caben más de 7 u 8 personas alrededor de la mesa del comedor/cocina.
Todas las bombas, tanto de achique como la de agua dulce, se accionan manualmente, y cada tripulante tiene derecho a rellenarse un cubo de agua de vez en cuando para “ducharse” en cubierta. El retrete sobresale por la popa, a babor, detrás de la rueda del timón, y desagua directamente al mar desde una altura de un par de metros. Una de las tareas menos placentera de cuando se llega a puerto, sobretodo tras mucho viento portante, es justamente ir a limpiar la aleta de babor…
Cuando el barco está amarrado, los tripulantes trabajan a días alternos, para tener la oportunidad de descansar y visitar los lugares sin por eso descuidar el mantenimiento del velero.
Remi, ex ingeniero aerospacial que dejó de enviar satélites a la exosfera para navegar en el Tres Hombtres sin ni usar GPS, lleva siete años a bordo, pero es su primer año como capitán. Al igual que los demás oficiales, se ha formado en una escuela náutica de Amsterdam específica para trabajar en tall ships. Ejercer el mando en el Tres Hombres no es cosa de poco: al no tener máquinas, por ejemplo, las maniobras de puerto están más bien en las manos de los prácticos, a menudo incompetentes, aunque la responsabilidad de la maniobra siga grabando sobre el capitán. Pero pueden haber momentos aún más estresantes… por ejemplo, me contó que hace un par de años, a pesar de las medidas de seguridad, hubo un hombre al agua en el medio del Atlántico, con olas de dos metros y medio: la pesadilla de cualquier capitán… sobretodo en un buque sin motor, y con limitadísimas capacidades de remontar al viento. El oleaje era demasiado agresivo como para arriesgarse a poner el Zodiac al mar. Siguiendo el protocolo, habían lanzado una señal de humo naranja donde se había caído el tripulante, y enseguida se dispusieron a orzar. Naturalmente le perdieron de vista, pero desde la cofa del palo trinquete un vigía pudo identificar la señal. Tiraron varios bordos en un silencio de tumba, hasta ponerse en facha a pocos metros del desafortunado, y alguien se tiró con un cabo para ayudarle a remontar a bordo. Habían pasado 25 minutos, el agua estaba a 22 grados y no hubieron mayores consecuencias, más allá del susto.
Los límites del Tres Hombres a la hora de remontar al viento se hacen evidentes en pasajes como el de Colombia a República Dominicana, donde para hacer 450 millas a vuelo de pájaro contra los alisios, suelen tardar casi un mes tirando una infinidad de bordos, que a veces les hacen retroceder en lugar de avanzar (también por las frecuentes viradas involuntarias de timoneles novatos). Pero la paciencia del marinero purista nunca se acaba… incluso cuando la VMG es negativa. Los verdaderos problemas, lo que puede llegar a comprometer el proyecto en su totalidad, son las burocracias a las que hay que enfrentarse en cada puerto, y los gastos debidos a los servicios de las agencias… porque el Tres Hombres, lamentablemente, tiene que cumplir con las mismas formalidades e impuestos que cualquier buque mercante. Pero sin tener la certitud de llegar en la fecha prevista, ni mucho menos a la hora esperada. A veces el velero estuvo parado en alta mar esperando que desde la oficina de Amsterdam les indicaran hacia qué puerto dirigirse! Estas formalidades representan el mayor gasto de gestión que tiene el Tres Hombres, junto con su mantenimiento: a pesar de los ingresos aportados por el comercio del ron, del cacao y de otros productos artesanales, a pesar del dinero desembolsado por los “aprendices”, el proyecto sigue sin margen de rentabilidad, aunque muchos trabajen en ello por sueldos simbólicos o por mero voluntariado. Por eso, aunque hoy en día ya existan al menos otros seis o siete barcos que se dedican al transporte a vela, esta práctica tan ecológica sigue contracorriente en una sociedad basada en el dinero, porque no es suficientemente rentable… Hasta al día que los consumidores y las empresas empiecen a tener en cuenta también otros valores.
Y hablando de valores y de ética, muy interesantes han sido también las charlas con la cocinera, que en cada escala se enfrenta a problemáticas de este tipo, debiendo ocuparse de aprovisionar la cambusa: no sería coherente, por un barco que comercia Fair Trade, abastecerse en un supermercado con productos importados en portacontenedores. Entonces Giulia en cada puerto se va a buscar a los productores locales, para gastar el magro presupuesto (3€ por persona por día) en hortalizas y productos kilómetro cero. Su sueño es crear una red de productores locales que, con la debida publicidad en los forums de navegantes, pueda vender directamente no solo al Tres Hombres, sino a todos los veleros que vayan recalando por esos paraderos. Porque todos los navegantes compartimos un genérico amor por la naturaleza, un justificado horror hacia los cargueros y cierto desprecio por la economía globalizada. Todos quisiéramos unos océanos libres de plásticos y una sociedad menos injusta, pero a menudo, por comodidad o por falta de alternativas, acabamos consumiendo los mismos productos que criticamos, colaborando más o menos directamente a la asfixia del planeta.
A bordo del Tres Hombres, cuando la calma chicha hace flamear las lonas, o cuando la borrasca suena sus notas más agudas, cuando el sol tropical les achicharra o cuando la lluvia les empapa y las nubes esconden las estrellas de una noche sin luna, la pintoresca marinería subida en la jarcia sabe que su verdadero fin no es tanto llevar a buen puerto unos barriles de ron, sino ofrecer un ejemplo concreto de alternativa al ciego consumismo y a las falsas necesidades de una sociedad a punto de ahogarse en su propia codicia. Ellos son los embajadores de la nueva marina a vela, la utopía flotante del auténtico comercio responsable.
Llevo 2 meses sin trabajar, y no cuento con volver al curro en varios meses más. Sin embargo tampoco estoy de vacaciones… (ni en el paro, ni de baja por paternidad, aún…).
Llevo dos meses navegando, lo cual no significa estar de vacaciones, ni mucho menos: pero cuesta explicarlo a la mayoría de la gente, para quienes la vida se resume en una alternancia maniquea de trabajo y vacaciones (una alternancia lamentablemente impar, por cierto).
Técnicamente hablando, hay que admitir, cuando viajo por mar no tengo ingresos, sino solo una serie de gastos, a menudo imprevistos y a veces dolorosos. Además el concepto de viaje se suele asociar al estar de vacaciones, y tener un velero, en el imaginario colectivo, es casi el lujo vacacional por antonomasia. Todos estos elementos juntos hacen de mi una de las personas más envidiada de mi entorno laboral, que me imagina de vacaciones 6 meses al año. Si por algunos aspectos no niego que mi estilo de vida sea ampliamente satisfactorio, es preciso matizarlos, para que no se presten a una interpretación demasiado idílica.
Antes que nada, podría empezar por un ejemplo. Pongamos que te vayas de vacaciones a Panama City: visitarías el casco antiguo, el museo del canal, te irías a un restaurante… Io en cambio recorro las periferias industriales en búsqueda de un taller que rebobine el motor eléctrico de mi molinete, contacto proveedores navales para conseguir antifouling barato, o visito las oficinas de aduanas para tramitar la importación de ese repuesto del piloto automático que he tenido que comprar de segunda mano en e-bay, pero me acaba costando más del doble entre impuestos y transporte…
Esta vez, volé a Panamá el 7 de marzo tras un último maratón de 42 días seguidos de trabajo – como de costumbre, porque si quieres vivir trabajando solo seis meses al año, más vale que esos seis meses te pongas la spilas, y trabajes sin parar, sin domingos ni findes ni fiestas de guardar…
Una vez aterrizado en el País más antipático de America latina, me fui al pueblo que mejor encarna mi idea de república bananera: Almirante, un enclave feudal de la empresa Chiquita caído en desgracia. Un pueblo de chabolas de madera a lo largo de un río barroso en el medio de la selva, alejadito de la mano de dios, donde los residuos se queman en la calle, práctica corriente en toda Panamá, o directamente se arrojan al mar. Allí está el varadero más barato de la costa atlántica, empotrado entre manglares, donde L’Alliance se había quedado ocho meses a podrir en la humedad tropical.
Ni corto ni perezoso, me puse manos a la obra para salir cuanto antes desde este purgatorio de mosquitos, chitras, y hormigas rojas que te obligan a llevar calcetines largos a pesar del calor aplastante. Lijar y pintar las obras vivas, poner ánodos nuevos, solucionar una fuga de diesel y tratar con epoxi varios puntos de óxido eran los platos principales del menú, entrecortados por lluvias torrenciales, y acompañados por una limpieza radical del interior del barco, donde el moho reinaba soberano.
Al cabo de una semana el velero volvía a su medio natural: por fin fondeado entre barcos amigos, en frente de Bocas Town, el lugar ideal por unas buenas vacaciones… Pero no, tampoco: quedaba todavía hinchar el dinghy, volver a pasar drizas, escotas y retenidas; reponer las velas en su sitio con sus easy bags, leazy jacks, y toda la mandanga. Hacer provisiones, mirar el méteo y ponerse en marcha: la jarcia nueva había llegado a Shelter Bay, en Colón, y había que ir a recogerla.
El plan era sustituir toda la jarcia firme, y llevar el barco de vuelta a Europa… pero todavía no tenía claro ni siquiera quién me acompañaría en esa travesía tan larga y compleja. La temporada para el cruce se iba acercando, por lo tanto no había tiempo que perder.
Dos semanas y 375 millas después, estaba por fin en Linton Bay, fondeado entre barcos de amigos y conocidos, esperando a mi tripulación, subiendo y bajando del palo mayor y de mesana para acabar de cambiar, uno por uno, todos los obenques, con la inestimable ayuda de un amigo rigger profesional, cuya tarifa de amigo era de a penas 50$ la hora. Puede parecer caro, pero es un trabajo de gran responsabilidad, ya que desarbolar en el medio de un océano sería tremendamente molesto e inoportuno.
Con el barco listoy la tripu enrolada, llegó en fin la hora de zarpar para la primera parte del viaje: desde Panamá a Bermuda. Diez y ocho días de ceñida, os puedo asegurar, no es tampoco lo que elegiría como vacaciones alguien en su sano juicio. Pero dentro de lo que cabe tuvimos mucha suerte con la ventana meteorológica, y embocamos el windward passage entre Cuba y Haití al buen momento. También tuvimos suerte con la pesca, y dependiendo del día tuvimos hasta momentos de verdadero relax, leyendo tirados en la hamaca: un relax que solo se consigue en alta mar, lejos de toda cobertura de datos. Pegarse 18 días sin WhassAp, sin Feisbuc, sin ni siquiera los i-meil ni ese Guguel que te sugiere todo, al día de hoy es algo parecido aun retiro espiritual en un templo budista: una auténtica catarsis regeneradora. Sin embargo, a la siguiente escala, nada más echar el ancla todo el mundo se precipita a tierra mendigando un poco de WiFi.
De la misma forma, al zarpar, incluso soltando la última amarra todo tripulante menos la perra estaba con el móvil en la mano para bajar el último parte, mandar el último mensaje, hasta que la última rayita de conexión se extinguía otra vez en el horizonte, para dejar espacio a otras dos o tres semanas de emancipación desde la hiperconectividad.
En fin, la escala en Bermuda fue otra experiencia que poco tuvo a que ver con la idea corriente de vacaciones: es verdad que, forzados a esperar unos repuestos de winch que tardaban en llegar, tuvimos tiempo de visitar un poco la hermosa isla; sin embargo los precios de todo eran tan prohibitivos, que ni siquiera el día de mi cumpleaños (un cumple redondo, lo de los cuarenta) me atreví a ir a comer afuera: ¿si en un supermercado 4 cebollas salen 7$, 4Kg de patatas 11$, y un pan de molde 5$, qué debe de costar un plato combinado? La estancia en Bermuda fue una auténtica experiencia de pobreza, y nos dio mucho que pensar… los migrantes sin papeles que ven los precios de la comida en la Barceloneta deben de flipar igual que nosotros allá, salvo que nuestro ascetismo gastronómico duró poco más que una semana.
Bueno, en realidad la austeridad de la cambusa nos acompañó durante todo el siguiente tramo del viaje, unas 1700 millas a vuelo de pájaro, y hasta a Azores no tuvimos ni queso, ni fruta, ni chocolate u otros lujos. Pero el cuerpo humano se adapta a todo… y a bordo de un barco, el listón del confort puede bajar sustancialmente. Por ejemplo, al norte del paralelo 33, el clima nos empezó a parecer demasiado frío para ducharnos al aire libre con agua de mar, con lo cual nos acabamos conformando con estar más de dos semanas sin realmente ducharnos. Cada vez que uno va al baño, no es tan inmediato como darle a un botón o tirar de una cadena, sino que hay que bombear 20 o 30 veces con la bomba manual de agua salada; Cocinar y fregar platos se vuelve una tarea circense cuando el oleaje supera los cuatro o cinco metros; Despertarse de noche cada pocas horas para los turnos de guardia, sobretodo cuando afuera llueve o las olas barren la cubierta, puede ser mucho más duro de cualquier trabajo remunerado que me haya tocado nunca desempeñar… Especialmente la desagradable sensación de salir de la cama y ponerse un traje mojado para ir al timón, supera hasta los bolos más degradantes, como las giras veraniegas con orquestas de fiestas mayores.
Podría detenerme a contar de como una ola anómala rompió sobre el barco justo mientras yo estaba saliendo por la escotilla, inundando el interior como una cascada, ocasionando varios cortocircuitos en la instalación eléctrica y dejando afuera de servicio una nevera, o como pasé una noche en velas mirando como el anemómetro iba subiendo y el barómetro bajando, u otras amenidades que son pan de cada día para el patrón de un barco en un pasaje oceánico.
Podría hacer una lista de todo lo que se fue rompiendo y que tuvimos que reparar sobre la marcha para salir del paso, pero también sería aburrido… Qué sí, pasamos por dos depresiones con viento a 40 nudos y olas de 6 metros; también por unas calmas chichas que nos obligaron a recurrir al motor. Nada que un hombre de mar no sepa asumir con stoicismo, aunque está claro que en la vida del marinero hay momentos más agradables (I hate storms, but calms undermine my spirit es el dicho del Anarchist Yacht Clubb). Pero el fin de este post no es hacer victimismo, ni aterrorizar a marineros en cierne, sino simplemente destacar que, si esas son vacaciones, entonces son vacaciones de un tipo muy peculiar.
Para mi lo de navegar, al igual que otras actividades que suponen más bien una elección de vida, tendría que quedarse al margen del binomio trabajo/vacaciones. En la mar no estás de vacaciones, porque te lo tienes que currar. Pero tampoco estás trabajando, ni nadie te puede estresar, ni tienes prisas ni fechas de entrega. Navegar es vivir el presente, apostar por tí mismo y aprender. Los pequeños o grandes sacrificios que a veces toca asumir son parte del juego, y sinceramente las satisfacciones y los aprendizajes que se sacan de todas y cada una de estas experiencias por mar, merecen largamente la pena.
Sin hablar de esos amaneceres con manadas de delfines, esas noches cargadas de estrellas, y ese inconfundible aroma a libertad…
(singladura: desde Almirante -Panama- hasta a Horta -Azores- 2.441 mn)
El Mediterraneo en invierno puede ser bien chungo. Sobretodo si uno se salta el principio fundamental de toda navegación: no tener prisas, y esperar la buena ventana metereológica para hacerse a la mar.
Pero yo tenía tan solo diez días de tiempo para ayudar a mi colega Peter, un viejo punk de Berlín, a llevar su barquito desde Cartagena hasta Sicilia. Hacía tiempo que me insistía, mientras se lo iba trayendo poco a poco desde Lübeck hasta allí, pasando desde el mar del Norte al Báltico, y luego costeando todo el norte de Francia hasta a cortar el golf de Gascogne, y rodear enfin la península ibérica hasta a entrar por Gibraltar. Y todo esto con tripulaciones estemporáneas, reclutadas en los puertos o por la lista de correos de la Cofradía de Navegantes Anarquistas.
Ahora me tocaba a mi acompañarle, en nombre de la vieja amistad y de la solidaridad marinera; aunque en realidad no iba muy animado, sino bien consciente de que esa ruta, con ese barco, en noviembre y con prisas iba a ser una pringada. Su velerito, llamado Tania, es un barco de regata cuarentón, diez metros de eslora, sin piloto automático y con muchas ganas de un buen refit.
El primer pasaje era de Cartagena a Ibiza: teníamos 2 días para surcar esas 140 millas, desembarcar allí nuestro tercer tripulante y embarcar 2 tripulantes nuevos. Lamentablemente el viento era perfectamente contrario, NNE las primeras 24 horas rolando a ENE el día siguiente, con lo cual tuvimos que plantearnos dos largos bordos de ceñida, el primero hasta a rozar las aguas territoriales Argelinas, el segundo apuntando a Formentera, mientras las 140 millas se convertían en 240 por el mismo precio.
Cuarenta y cuatro horas de ceñida en el Mediterraneo en invierno no se
las deseo a nadie, pero hacerlas turnandose entre tres a la caña, con
una media de 25 nudos de viento y lluvias torrenciales, sin lograr
encender la cocina a petróleo ni poder dormir debido a los pantocazos
que te expulsaban de la banqueta cada pocos segundos, eso fue bien
deportivo. Raras veces me había mareado tanto como en esta travesía, y
llegué al puerto de las Sabinas totalmente deshidratado de tanto potar.
Para Sergio, cuya experiencia previa por mar había consistido en
acompañarme en amenas navegaciones por el Caribe a bordo de L’Alliance,
también fue todo un reto: durantes las largas guardias nocturnas bajo
el agua, a más de 80 millas de la costa más cercana, llegó a pensar en
las condiciones de supervivencia a las que se enfrentan los soldados en
guerra, anestetizados ante el peligro por la privación de sueño y el
hambre… sin embargo, a cuentas hechas, agradeció haber vivido una
experiencia de navegación tan formadora, y haber aprendido que el mar
hay que tomarlo siempre con respeto. De hecho, en el mamparo del Tania,
hay pegada una placa que pone en alemán “el mar no perdona ninguna
ligereza”. El único que de verdad disfrutó a lo largo de todo el viaje
fue el viejo Peter: para un okupi como él, acostumbrado a varios días
sin dormir, pogo salvaje y peleas con nazis, esas horas de navegación
fueron como coser y cantar.
En fin, tras esta travesía tan cansina, se me cortó el rollo de seguir con la navegación de altura hasta a Sicilia, y propuse un plan B mucho más prudente: seguir con el cabotaje hasta al norte de Menorca, donde el Tania podría descansar en un puerto en espera de condiciones meterológicas más clementes, y aptas para cruzar a Italia. Y de hecho, al dejar atrás las prisas, las sucesivas navegaciones por Ibiza, Mallorca y Menorca fueron relajadísimas y placenteras… unas verdaderas vacaciones.
El 7 de marzo volé a Curaçao, Antillas Holandesas, donde L’Alliance me estaba esperando en varadero. Por primera vez estaba a solas con ella, y durante dos semanas me dediqué al carenaje y a los preparativos necesarios para devolverla a su elemento natural. Fueron dos semanas bastante duras y de gran reflexión: el proyecto colectivo, por varias razones, se había por así decir ido a la mierda, y me encontraba solo a ocuparme del mantenimiento de un barco de acero de casi 50 pies… Aunque mi socio siempre estuviera virtualmente presente por cualquier consulta, y económicamente solvente, la esclavitud de tener semejante barco se me manifestaba más que nunca.
Fue allí que empecé a madurar la idea de vender lo que ha sido el barco de mis sueños, el velero que estuvimos reconstruyendo durante 6 años, y que encarna el sacrificio y la dedicación de muchas manos y largos meses de trabajo. Puse un anuncio, pero aún sin convicción, y un precio mucho más alto del valor de mercado (y sin embargo mucho más bajo de lo que nos costó). Aún así me contactaron un par de personas interesadas, y mil dudas me agredieron como una fiebre.
Naturalmente vender un barco no es tan simple como eso, y por lo tanto el 20 de marzo L’Alliance volvió al agua y zarpé por nuevas aventuras.
Los primeros 20 días navegué con un colega entre Curaçao y Bonaire. Era la primera vez que llevaba L’Alliance con tripulación tan reducida (de a dos) y la verdad es que enseguida se me pasaron todas las ansias y me entusiasmé al ver que yo y Sergi hacíamos super buen equipo. Nos la pasamos genial, nuestro lugar favorito siendo con diferencia la islita de Klein Curaçao, un pequeño paraiso de arena, coral, mucha fauna marina y alisios constantes. La isla está prácticamente deshabitada pero tiene en su centro un magnífico faro. Por la mañana, antes de que lleguen los barcos de turistas, bajábamos nadando con las tortugas hasta la playa, para hacer yoga. A las 3 de la tarde todos los barcos de charter se marchaban, y la isla volvía a ser enteramente nuestra… Allí Sergi me inició a la pesca con harpón, la menos infame de todas las artes de pesca. Sin embargo es muy difícil para mi apretar un gatillo… así que me conformé con hacer tesoro de sus enseñanzas por si un día el hambre y la necesitad fueran más fuertes de mis escrúpulos conservacionistas.
También me inicié al buceo, sacándome el Open Water en Go West Diving, un centro PADI que se encuentra en la maravillosa Kalki beach, en el extremo oeste de Curaçao. Los spots que visité en mis primeros 7 buceos son tan espectaculares (uno se llama Alice en Wonderland, para daros una idea…) que temo haber puesto el listón muy alto, y que mis siguientes inmersiones serán decepcionantes si comparadas con tanta riqueza de corales y de peces tropicales. Lo bueno de este centro, además, fue que pude amarrar L’Alliance a una boya justo en frente, y el último día yo y Sergi pudimos a bucear directamente desde el barco! Qué satisfacción…
Después de otra relajante semana estando solo en el barco, empezaron a llegar los nuevos tripulantes que había enrolado para llevarlo desde ABC Islands hasta a Panamá.
La palma del mejor fichaje esta vez se la lleva mi colega Sophie, que además de haberse familiarizado muy rápidamente con las maniobras en cubierta, también sacó fotos muy buenas con su pepino de cámara.
Empezamos con dar unas vueltas por Curaçao, en los fondeaderos que ya me eran familiares, y luego nos movimos hacia Aruba. Allí estuvimos solo un par de noches, ya que nos pareció muy turística y cara, y habiendo decidido saltar la escala en Colombia* zarpamos directamente rumbo a Linton Bay, Panamá.
Trás 5 días de rápida travesía con vientos portantes sostenidos, aterrizamos en el fondeadero donde había quedado con mi amigo Requena.
En pocos días tramitamos el papeleo de entrada, visitamos Portobelo, simpatizamos con los monos de la isla Linton, y conocimos a los cofrades cuyas anclas se han aficionado a los fondos de este esfínter del Atlántico que es Panamá. Requena me regaló la preciosa guía Bahuaus con toda la cartografía detallada de las aguas panameñas, gracias a la cual pudimos zarpar para ir a visitar San Blas sin tanta ansia de embarrancar.
En Kuna Yala nos quedamos 10 días, moviéndonos de isla en isla, desde Callos Holandeses a Río Diablo, pasando por isla Tigre, isla Perro, Coco Banderos, Narganá y Tikantiki. Conocimos unos jovenes Kunas en Acuakargana que nos invitaron a una ceremonia en Soledad Miria, dónde el Saila nos hizo tomar la Chica fuerte. La primera impresión de estas islas de ensueño fue fantástica: arena blanca y palmeras de postal, cabañas de caña con techos de ojas de palma donde residen los indígenas Kuna, que gracias a la revolución del febrero de 1925 ha podido mantener la soberanía sobre sus tierras y aguas, quedándose muy apegada a sus tradiciones. Ironías de la vida, la bandera revolucionaria Kuna es igual a la bandera española, pero con al centro una svastika!
Único purgatorio en este entorno paradisiaco fueron las tremendas chitras, unos mini mosquitos que atacan en grupo y te dejan rascándote como un leproso.
Otra vez mi aleatoria tripulación se despidió de L’Alliance, y me quedé felizmente solo a bordo, pero bien acompañado por toda la peña de Linton: además de Requena, Toni del velero Virot, los argentinos Diego y Chune, toda la chusma de jóvenes gabachos (la mítica Tiffaine, Émilien el rigger y su socio Émile, Fabien el mecánico acordeonista, y la pareja del velero Basta que viaja haciendo documentales…) sólo faltaba la Margaret, que justo se acababa de ir a trabajar de guardaparques en Alaska, dejando su Drummer fondeado sobre 2 anclas.
Lamentablemente era temporada de lluvias, y las precipitaciones se concadenaban sin parar. Sin embargo fui dos veces más hasta Kuna Yala, que de verdad es un arcipélago inacabable, una vez con Rocky y Francesca, y otra con Marina y Elenita. A finales de julio, nos movimos hasta a Bocas del Toro: una ruta muy cansina, en contra del viento y la corriente, pero teníamos que llevar el barco hasta allí para poderlo dejar en varadero. Además Bocas Town, a pesar de ser una especie de Ibiza panameña, se reveló ser un lugar muy interesante y pintoresco. Allí aproveché para sacarme el “Advanced” de buceo, mientras desaparejábamos el barco para dejarlo en seco.
Durante estos 5 meses por el Caribe sentí crecer mi intimidad con el entorno marino… por un lado el snorkeling, la apnea y los cursos de buceo me desvelaron el abanico de vida submarina que sólo conocía por las fotos y los libros: corales, anémonas, estrellas de mar, caballitos de mar, peces de todo tipo y color, cambombia, langostas y centollos, tortugas (no es lo mismo nadar con tortugas en su habitat que verlas en una pecera del CRAM!) y por supuesto rayas y tiburones. Por otro lado también las aves marinas empezaron a ser más variadas respeto a mis anteriores experiencias: allí casi no se ven gaviotas, sino majestuosas tijeretas, pelícanos, bobas, y muchas especies más.
Navegar por islas tropicales me acercó también a lo que por años estuve leyendo en tantos libros de navegantes: finalmente pude ver como se trabaja la copra y cómo es el árbol del pan, pilotar mi barco en un pasaje entre arrecifes de coral, y fondear en frente de arena blanca y palmeras. Hasta los monos, los he visto por primera vez en esta ocasión (cada vez que pasé por Gibraltar me dio pereza subir arriba de ese monte…). En la era de los vuelos low-cost, estoy contento de haber salido por primera vez de €uropa cruzando el océano con mi barco, porque todo lo que fui descubriendo tuvo para mi ese valor añadido.
La cultura caribeña actual, sin embargo, no me entusiasmó… sobretodo por la falta de variedad gastronómica y la omnipresencia dedos tremendos cánceres de la sociedad: la iglesia y el reggaetón. Porque en cinco meses no escuché por las radios ni un tema de Rubén Blades, o Willy Colón, ni de Juan Luís Guerra, y ni siquiera de la Calle 13: Osuna y compañía monopolizaban los altavoces desde el campo a la ciudad.
Pero lo más descorazonador fue ver la ausencia total de conciencia ecológica: ni los Kunas, ni los caribeños en general tienen la mínima consideración para su entorno, siendo el mar generalmente considerado un basurero, incluso para pilas y baterías. Animales selváticos como los monos son a menudo enjaulados como “decoración” del hogar, y muchas especies protegidas y a riesgo de extinción (desde las tortugas hasta al gran caracol de mar dicho cambombia) son pescadas cotidianamente y constituyen parte integrante de la dieta local.
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* Fue una pena no pasar por Santa Marta y Cartagena de Indias, pero la entrada en Colombia via mar cuesta 300$ para el buque + 100$ por cada tripulante, y solo se amortiza quedándose muchos meses. Además son zonas donde los alisios son acelerados por la orografía de la región, resultando a menudo en vientos fuerza 8 y oleaje bastante agresivo.