El Mediterraneo en invierno puede ser bien chungo. Sobretodo si uno se salta el principio fundamental de toda navegación: no tener prisas, y esperar la buena ventana metereológica para hacerse a la mar.
Pero yo tenía tan solo diez días de tiempo para ayudar a mi colega Peter, un viejo punk de Berlín, a llevar su barquito desde Cartagena hasta Sicilia. Hacía tiempo que me insistía, mientras se lo iba trayendo poco a poco desde Lübeck hasta allí, pasando desde el mar del Norte al Báltico, y luego costeando todo el norte de Francia hasta a cortar el golf de Gascogne, y rodear enfin la península ibérica hasta a entrar por Gibraltar. Y todo esto con tripulaciones estemporáneas, reclutadas en los puertos o por la lista de correos de la Cofradía de Navegantes Anarquistas.
Ahora me tocaba a mi acompañarle, en nombre de la vieja amistad y de la solidaridad marinera; aunque en realidad no iba muy animado, sino bien consciente de que esa ruta, con ese barco, en noviembre y con prisas iba a ser una pringada. Su velerito, llamado Tania, es un barco de regata cuarentón, diez metros de eslora, sin piloto automático y con muchas ganas de un buen refit.
El primer pasaje era de Cartagena a Ibiza: teníamos 2 días para surcar esas 140 millas, desembarcar allí nuestro tercer tripulante y embarcar 2 tripulantes nuevos. Lamentablemente el viento era perfectamente contrario, NNE las primeras 24 horas rolando a ENE el día siguiente, con lo cual tuvimos que plantearnos dos largos bordos de ceñida, el primero hasta a rozar las aguas territoriales Argelinas, el segundo apuntando a Formentera, mientras las 140 millas se convertían en 240 por el mismo precio.
Cuarenta y cuatro horas de ceñida en el Mediterraneo en invierno no se las deseo a nadie, pero hacerlas turnandose entre tres a la caña, con una media de 25 nudos de viento y lluvias torrenciales, sin lograr encender la cocina a petróleo ni poder dormir debido a los pantocazos que te expulsaban de la banqueta cada pocos segundos, eso fue bien deportivo. Raras veces me había mareado tanto como en esta travesía, y llegué al puerto de las Sabinas totalmente deshidratado de tanto potar. Para Sergio, cuya experiencia previa por mar había consistido en acompañarme en amenas navegaciones por el Caribe a bordo de L’Alliance, también fue todo un reto: durantes las largas guardias nocturnas bajo el agua, a más de 80 millas de la costa más cercana, llegó a pensar en las condiciones de supervivencia a las que se enfrentan los soldados en guerra, anestetizados ante el peligro por la privación de sueño y el hambre… sin embargo, a cuentas hechas, agradeció haber vivido una experiencia de navegación tan formadora, y haber aprendido que el mar hay que tomarlo siempre con respeto. De hecho, en el mamparo del Tania, hay pegada una placa que pone en alemán “el mar no perdona ninguna ligereza”. El único que de verdad disfrutó a lo largo de todo el viaje fue el viejo Peter: para un okupi como él, acostumbrado a varios días sin dormir, pogo salvaje y peleas con nazis, esas horas de navegación fueron como coser y cantar.
En fin, tras esta travesía tan cansina, se me cortó el rollo de seguir con la navegación de altura hasta a Sicilia, y propuse un plan B mucho más prudente: seguir con el cabotaje hasta al norte de Menorca, donde el Tania podría descansar en un puerto en espera de condiciones meterológicas más clementes, y aptas para cruzar a Italia. Y de hecho, al dejar atrás las prisas, las sucesivas navegaciones por Ibiza, Mallorca y Menorca fueron relajadísimas y placenteras… unas verdaderas vacaciones.
(singladura final a bordo de Tania: 419 millas)